Cuando aprendemos algo nuevo, estamos ante la adquisición de una nueva información que puede resultarnos de mucha utilidad en una ocasión específica en el futuro, o bien en nuestra vida cotidiana (por ejemplo: recuerde el lector la ocasión en que aprendió cómo programar el control remoto del nuevo electrodoméstico). Nadie está dispuesto a perder tanto esfuerzo depositado en aprender, por eso, solemos asegurarnos de registrar ese nuevo conocimiento en nuestra memoria.
Mientras el aprendizaje se relaciona procesualmente con la adquisición de nueva información, la memoria se emparenta con el registro, la retención y la recuperación de esa información.
Ahora bien, podemos recordar hechos genéricamente (memoria explícita), el día del nacimiento de nuestro hijo (memoria autobiográfica), cómo nos sentimos ante una circunstancia vivida (memoria emocional), el nombre de nuestra pareja (memoria semántica). pero también podemos recordar sin necesidad de verbalizar; decimos que evocamos a través de la acción (memoria implícita), por ejemplo: cómo se acciona una máquina (memoria procedural) o cómo debemos hacer para abrochar los botones de la camisa o cómo pasar el peine por entre las hebras de cabello para peinarnos (memoria práxica).
En cambio, si debemos mantener en la memoria los ingredientes de una receta, un número telefónico, o el nombre del trámite que debemos encarar, echamos mano de la memoria de corto plazo. Un componente de este tipo de memoria se conoce como “memoria de trabajo” y es sumamente importante para el desarrollo de la habilidad comunicacional. Es la que nos permite retener y evocar las letras que forman cada vocablo que decimos o escribimos.
A grandes rasgos, podemos ver que contamos con dos grandes grupos de memorias, de corto y largo plazo. Debemos considerar una tercera variedad: la memoria sensorial, aquella que sirve de sostén a la perdurabilidad de la sensación estimulatoria inicial.
Así, reconocemos algo cuando nos proveen pistas o indicios, y recuperamos por evocación en ejercicio mnésico cuando ante la demanda de traer a la consciencia un nombre, un concepto o un hecho, lo hacemos sin necesidad de ningún soporte externo.
Casi todos situamos el primer recuerdo alrededor de los 3 y 4 años de vida. La etapa previa, suele configurar lo que se conoce como “amnesia infantil” o la imposibilidad de recordar vivencias concretas de la infancia antes de esas edades.
A medida que crecemos, podemos incrementar el número de elementos que guardamos en el almacén mnésico, y es útil tener en cuenta que el empleo de estrategias mnemotécnicas suele ser de gran ayuda.
En lo que respecta al desarrollo de la comunicación, las alteraciones de la memoria de trabajo (subtipo de memoria de corto plazo) se proyectan en fallas para retener el orden de las letras en la palabra, tanto a la hora de pronunciarlas como de escribirlas. Este trastorno no tiene correlato necesario con fallas intelectuales. Muy por el contrario, se trata de niños de buen nivel intelectual que manifiestan dificultades en la expresión, la que en casos extremos se torna difícil de entender, aun por familiares cercanos.
Más conocidos son los trastornos del deterioro mnésico que acompañan casi siempre nuestra fase de adultos mayores. Sin embargo, debemos tener en cuenta la posibilidad de contar con estimulación cognitiva, hoy tan accesible en centros de jubilados y servicios hospitalarios para la tercera edad: armado de crucigramas, resolución de problemas, análisis de imágenes semejantes para hallar las diferencias, lectura y análisis de lo leído, pueden ser tareas muy gratas de practicar si se está en grupo de pares y bien dispuesto a disfrutar de esa nueva etapa de la vida.
Patricia Vázquez Fernández
Doctora en Fonoaudiología
Docente de Posgrado
Miembro Investigador del Instituto de Investigación de la Universidad del Museo Social Argentino
Mientras el aprendizaje se relaciona procesualmente con la adquisición de nueva información, la memoria se emparenta con el registro, la retención y la recuperación de esa información.
Ahora bien, podemos recordar hechos genéricamente (memoria explícita), el día del nacimiento de nuestro hijo (memoria autobiográfica), cómo nos sentimos ante una circunstancia vivida (memoria emocional), el nombre de nuestra pareja (memoria semántica). pero también podemos recordar sin necesidad de verbalizar; decimos que evocamos a través de la acción (memoria implícita), por ejemplo: cómo se acciona una máquina (memoria procedural) o cómo debemos hacer para abrochar los botones de la camisa o cómo pasar el peine por entre las hebras de cabello para peinarnos (memoria práxica).
En cambio, si debemos mantener en la memoria los ingredientes de una receta, un número telefónico, o el nombre del trámite que debemos encarar, echamos mano de la memoria de corto plazo. Un componente de este tipo de memoria se conoce como “memoria de trabajo” y es sumamente importante para el desarrollo de la habilidad comunicacional. Es la que nos permite retener y evocar las letras que forman cada vocablo que decimos o escribimos.
A grandes rasgos, podemos ver que contamos con dos grandes grupos de memorias, de corto y largo plazo. Debemos considerar una tercera variedad: la memoria sensorial, aquella que sirve de sostén a la perdurabilidad de la sensación estimulatoria inicial.
Así, reconocemos algo cuando nos proveen pistas o indicios, y recuperamos por evocación en ejercicio mnésico cuando ante la demanda de traer a la consciencia un nombre, un concepto o un hecho, lo hacemos sin necesidad de ningún soporte externo.
Casi todos situamos el primer recuerdo alrededor de los 3 y 4 años de vida. La etapa previa, suele configurar lo que se conoce como “amnesia infantil” o la imposibilidad de recordar vivencias concretas de la infancia antes de esas edades.
A medida que crecemos, podemos incrementar el número de elementos que guardamos en el almacén mnésico, y es útil tener en cuenta que el empleo de estrategias mnemotécnicas suele ser de gran ayuda.
En lo que respecta al desarrollo de la comunicación, las alteraciones de la memoria de trabajo (subtipo de memoria de corto plazo) se proyectan en fallas para retener el orden de las letras en la palabra, tanto a la hora de pronunciarlas como de escribirlas. Este trastorno no tiene correlato necesario con fallas intelectuales. Muy por el contrario, se trata de niños de buen nivel intelectual que manifiestan dificultades en la expresión, la que en casos extremos se torna difícil de entender, aun por familiares cercanos.
Más conocidos son los trastornos del deterioro mnésico que acompañan casi siempre nuestra fase de adultos mayores. Sin embargo, debemos tener en cuenta la posibilidad de contar con estimulación cognitiva, hoy tan accesible en centros de jubilados y servicios hospitalarios para la tercera edad: armado de crucigramas, resolución de problemas, análisis de imágenes semejantes para hallar las diferencias, lectura y análisis de lo leído, pueden ser tareas muy gratas de practicar si se está en grupo de pares y bien dispuesto a disfrutar de esa nueva etapa de la vida.
Patricia Vázquez Fernández
Doctora en Fonoaudiología
Docente de Posgrado
Miembro Investigador del Instituto de Investigación de la Universidad del Museo Social Argentino
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